lunes, 16 de enero de 2012

Corazón, corazón.

Me despertó a las cinco de la mañana un fuerte dolor en el pecho. Me levanté de la cama, fui al baño, y me tomé un analgésico. No se fue. Siguió más fuerte.
A las doce estaba en el hospital, rodeado de médicos que no paraban de preguntarme cosas mientras me auscultaban. De ahí pasé a una cama. Me llenaron de electrodos y comenzaron a meterme medicación por la vena. A través de unos tubitos que entraban en mi nariz, me administraron oxígeno.
Pasé a una sala de observación, a compartir espacio con unos cuantos viejos decrépitos jadeantes. Algunos suplicaban atención a las impasibles enfermeras, mientras que otros maldecían a todo el que se les acercaba.
El dolor oprimía mi pecho y me impedía respirar con normalidad, pero no perdí la calma. Pensé: "estoy en el mejor sitio posible, aquí saben lo que hay que hacer y no dejarán que me ocurra nada malo".
No obstante, algunas ideas pasaron por mi mente, irremediablemente. Me preocupaba especialmente no poder ver crecer a mi hijo, y privarlo a él de la figura paterna a una edad tan temprana. Aparte de esto y de envejecer al lado de mi esposa, realmente no se me ocurría asunto alguno que pudiera dejar pendiente.
Sí, escribir una novela, pero eso cada día que pasa se me antoja más imposible, ni que pasaran doscientos años.
Más me preocupaba cómo iban a pagar las deudas los que quedasen, pero supongo que se las apañarían.
El doctor Robertson, un ejemplo de amabilidad y respeto, aparecía de vez en cuando para darme novedades en cuanto al estado de las pesquisas sobre mi diagnóstico y, aunque no era muy tranquilizador constatar que seguían dando palos de ciego, su aplomo me infundía cierta confianza.
Finalmente, a eso de las nueve de la noche, volvió con buenas noticias. Mi corazón sólo estaba inflamado y, con unas cuantas aspirinas, volvería a su estado normal en pocos días. Entraron mi ropa en una bolsa de basura, mientras yo mismo me arrancaba electrodos de todo mi cuerpo. Bajé de la cama para atarme las botas, cuando noté que recibía las miradas envidiosas de mis vecinos, a través de sus mascarillas. Crucé el umbral de aquella sala despidiéndome del personal. Al otro lado, me esperaba la familia, como los que esperan a los que vienen de la guerra. Abrazos y besos, como si volviera de un largo viaje.
Volví, para quedarme. Por lo menos, por ahora.

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