lunes, 20 de diciembre de 2010

A mi padre

Naciste en 1930. Menuda década, en España y en el mundo. Tus padres, como mucha otra gente, emigraron a la gran ciudad en busca de oportunidades y se establecieron en la calle Junqueras, en un barrio de gente humilde. Allí tuviste que espabilar pronto y aprender a defenderte y a defender a tu hermano pequeño, el débil Roberto. La vida en la calle era dura, pero pronto te hiciste fuerte y valiente.
Luego vino la maldita guerra civil. ¡Sólo tenías 6 años! Corrías con tu hermano a los refugios, oías caer las bombas, con ese sonido inconfundible que jamás olvidarías. Tuvisteis suerte, pero tampoco había que tentarla demasiado y, lo más prudente fue volver al pueblo hasta que acabase todo.
Y todo acabó, y ganaron los malos. La vida entonces fue aún más dura. El racionamiento, las penurias, la represión. Te gustaba dibujar y se te daba realmente bien. Y leer, te encantaba leer. Eras un buen alumno en la escuela, pero tuviste que ponerte a trabajar muy pronto, como tantos otros de tu generación, una generación perdida para la cultura; cuarenta años de atraso para un país.
Aprendiste un oficio, ebanista, y comenzaste a crear fantásticos muebles.
En algún momento conociste a Jacoba, una chica delgada y muy tímida que servía en la casa de unos señoritos. Comenzasteis a salir y, surgió el amor. Un amor puro y casto como los de antes, que había que guardar las apariencias. Te fuste a la mili, y ella te esperó. Ya eráis novios, novios de verdad.
De los muebles, te pasaste al plástico (maldito progreso), pero seguiste trabajando muy duro para conseguir la entrada de un pisito y poder casarte.
En el 57 vino la riada, que tanta gente se llevó. Pero tampoco acabó contigo y dos años más tarde, la boda.
Todavía no os habían dado la casa y tuvisteis que vivir un tiempo en la casa de tus padres. Imagino que no tuvo que ser una buena época, pero en eso, llegó el primer retoño, Pedro José, Pedro por su padre y José por su abuelo materno. Nació en la casa de tus padres, pero muy pronto os dieron el piso y una mañana de enero os mudasteis. Nevaba. En Valencia.
Eran unos pisitos muy humildes del Estado. Al barrio le llamaron "la isla perdida", porque estaban totalmente rodeados de huerta y nada más. Allí empezaste con tu nueva familia, rodeado de otras como la tuya, humildes, pero ilusionadas: Juanjo y María, Pepe y Brune, Mª Aurora y Juan...
Tu padre tenía un punto débil: su corazón. Y una noche se fue sin enterarse, como todos soñamos hacerlo, mientras dormía. Fue duro, porque él era un ejemplo para ti, pero tenías que mirar hacia adelante, porque tenías tu propia familia y había que seguir.
Un poco más tarde nací yo, como sin querer, cuando ya no se me esperaba, en el año en el que García Márquez publicaba sus cien años de soledad, y los Beatles publicaban su Sgt. Pepper's.
Del plástico a los televisores, siempre trabajando.
Tuvimos una vespa, y luego un seiscientos, y viajamos por toda España, sin cinturones traseros ni sillitas, pero tu eras un buen conductor, de los mejores. Nunca tuvimos un accidente, nunca te distrajiste, nunca un solo fallo.
Crecimos y nos hicimos mayores. Empezamos a tomar decisiones y, algunas veces, nos equivocamos. Pero tú siempre nos apoyaste en todo lo que decidimos, siempre nos respetaste.
Siempre se podía hablar contigo, de cualquier tema, en cualquier momento.
Te despidieron del trabajo y nos reinventamos. Con negocio propio, salimos adelante; sin holguras, pero con dignidad.
Nos viste crecer y luego abandonar el nido para vivir nuestra propia vida. No somos perfectos, pero tenemos unos valores que en buena parte te debemos a ti, de bondad, honradez, trabajo, amor a los tuyos.
Te dimos nietos y eso fue para ti lo mejor de la vida, hacia el final, como una recompensa.
Ahora estás viejo y tienes Alzheimer. No recuerdas muchas cosas y sé que eso te tiene que preocupar, porque siempre defendiste la memoria como un valor de nuestra sociedad. Pero sigues manteniendo el mismo talante, risueño, cordial, de enorme respeto hacia los demás.
Nunca fuimos en la familia muy de hablar de nuestros sentimientos a la cara, no sé porqué. Un pudor extraño, del cual me siento profundamente culpable por la parte que me toca. Pero siento que ahora, aunque sea en estas cobardes líneas, tenía que decirlo, que he sido muy feliz contigo y que el hombre bueno que soy ahora, te lo debo en gran parte a ti. Probablemente no leas esto nunca, pero prometo decírtelo a partir de ahora, aunque solo sea con la mirada, porque solo me sale una palabra: 


Gracias papá.

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