martes, 1 de mayo de 2012

Y sin embargo...


Y sin embargo
En ningún momento se me pasó por la mente la idea de que ése día iba a ser el último de mi vida. Nada hacía presagiar hecho tan luctuoso, aunque, sin embargo, había algo, una sensación extraña que, desde primera hora de la mañana, me producía una desazón bastante persistente.
A las siete, el móvil con su suave música, me puso en el mundo. Breve visita al baño y desayuno escuchando las noticias, sentado a la mesa de la cocina. Es lunes y lo primero que dicen es que el sábado murió  Whitney Houston. En fin, pienso, se veía venir, pero es una pena, tenía media vida por delante.
Afeitado concienzudo y ducha. Me visto y vuelvo a la cocina. Abro la nevera y no, no me acordé anoche de hacerme algo para comer. Cojo cuatro rebanadas de pan de molde, dos lonchas de jamón y dos de queso y las envuelvo en papel de aluminio. Una manzana del frutero completará mi comida de hoy.
Salgo de casa a menos diez, hacia la estación. Hace mucho frío, tal como he oído en la radio, cuatro grados y mucha humedad, para variar. Entro a la estación, saco el billete en la máquina y miro la pantalla: dos minutos, me da tiempo. Paso el torno, bajo las escaleras y cruzo las vías. Me coloco los auriculares y programo “Ambient One” de The American Dollar, ideal para leer. Enciendo mi libro. Murakami espera paciente. En el andén, la misma gente de todos los días, más o menos: el del pelo blanco con gafas y la misma chaqueta espantosa de siempre, la bajita masculina fumadora de las botas de militar, la alta morena delgada de la frente ancha, por cierto, hace tiempo que no veo a la rubia de buen ver con cara de problema, la habrán despedido, supongo. El tren llega en treinta segundos y, como siempre, subo al primer vagón. Sería estúpido si subiera siquiera al segundo, lógica aplastante. Va lleno, pero con espacio suficiente como para desplegar el libro y leer de pie, agarrado a la barra del techo. Dos paradas y llegamos.
Estación del Norte, bullicio y bostezos. Cuando llego a la puerta de salida, siempre miro hacia atrás, a los que todavía están caminando por el andén, los que iban en los últimos vagones. Encaro Matemático Marzal hacia San Vicente, gente desayunando en los bares chinos. Al pasar por la puerta de la asesoría siempre miro hacia adentro y ahí está, el señor mayor que ya debería estar jubilado, leyendo Las Provincias. Semáforo verde en San Vicente, hoy es mi día de suerte. Al pasar por delante de la cafetería New York miro a la señora de cincuenta y tantos que hace sudokus y tiene cara de encargada. Si tomara el metro en Plaza España leería más, pero me gusta caminar. Doblo por Ramón y Cajal y sigo recto, pasando por el establecimiento que tiene en la fachada de cristal una foto de una chica rubia con un collarín y un fajo de billetes de quinientos en la mano.
El Historiador Diago convierte a Ramón y Cajal en Fernando el Católico, en la esquina de la jefatura superior de policía. Paso por delante de la parada del autobús amarillo, siempre llena de mujeres, sólo mujeres. Me cruzo con la chica estilosa de mirada altiva y, un poco más adelante, con la mujer que siempre iba con el hombre de las orejas enormes; ¿qué le habrá pasado?
Cruzo Quart en verde, aunque esto no es novedad. Echo de menos al maniquí gordo y calvo de la tienda de moda de al lado de la guardería; le daba un toque original. Las gemelas rubias pasan frente a mí conversando, siempre sonrientes, de camino al colegio.
Llego al paso de peatones del cruce con el Paseo de la Pechina y está en verde. Por Fernando el Católico viene un coche blanco, un astra, que gira hacia Pechina. Va muy deprisa y va, mirando a otro lado. No me ve hasta que lo tengo encima. Yo tampoco lo he visto hasta ese momento. Yo estoy en mitad del paso de peatones. Él también.
Un paso atrás, una finta, no sé qué es lo que he hecho, pero me pasa rozando. En ese instante, nos miramos. Su cara, una mezcla entre susto, alivio y disculpa. La mía, algo como susto, alivio y rabia.
Miro a mi izquierda, sigo cruzando.
Pobre  Whitney, pienso.