Y sin embargo
En ningún momento se
me pasó por la mente la idea de que ése día iba a ser el último de mi vida.
Nada hacía presagiar hecho tan luctuoso, aunque, sin embargo, había algo, una
sensación extraña que, desde primera hora de la mañana, me producía una desazón
bastante persistente.
A las siete, el móvil
con su suave música, me puso en el mundo. Breve visita al baño y desayuno
escuchando las noticias, sentado a la mesa de la cocina. Es lunes y lo primero
que dicen es que el sábado murió Whitney
Houston. En fin, pienso, se veía venir, pero es una pena, tenía media vida por
delante.
Afeitado concienzudo y
ducha. Me visto y vuelvo a la cocina. Abro la nevera y no, no me acordé anoche
de hacerme algo para comer. Cojo cuatro rebanadas de pan de molde, dos lonchas
de jamón y dos de queso y las envuelvo en papel de aluminio. Una manzana del
frutero completará mi comida de hoy.
Salgo de casa a menos
diez, hacia la estación. Hace mucho frío, tal como he oído en la radio, cuatro
grados y mucha humedad, para variar. Entro a la estación, saco el billete en la
máquina y miro la pantalla: dos minutos, me da tiempo. Paso el torno, bajo las
escaleras y cruzo las vías. Me coloco los auriculares y programo “Ambient One”
de The American Dollar, ideal para leer. Enciendo mi libro. Murakami espera
paciente. En el andén, la misma gente de todos los días, más o menos: el del
pelo blanco con gafas y la misma chaqueta espantosa de siempre, la bajita
masculina fumadora de las botas de militar, la alta morena delgada de la frente
ancha, por cierto, hace tiempo que no veo a la rubia de buen ver con cara de
problema, la habrán despedido, supongo. El tren llega en treinta segundos y,
como siempre, subo al primer vagón. Sería estúpido si subiera siquiera al
segundo, lógica aplastante. Va lleno, pero con espacio suficiente como para
desplegar el libro y leer de pie, agarrado a la barra del techo. Dos paradas y
llegamos.
Estación del Norte,
bullicio y bostezos. Cuando llego a la puerta de salida, siempre miro hacia
atrás, a los que todavía están caminando por el andén, los que iban en los
últimos vagones. Encaro Matemático Marzal hacia San Vicente, gente desayunando
en los bares chinos. Al pasar por la puerta de la asesoría siempre miro hacia
adentro y ahí está, el señor mayor que ya debería estar jubilado, leyendo Las
Provincias. Semáforo verde en San Vicente, hoy es mi día de suerte. Al pasar
por delante de la cafetería New York miro a la señora de cincuenta y tantos que
hace sudokus y tiene cara de encargada. Si tomara el metro en Plaza España
leería más, pero me gusta caminar. Doblo por Ramón y Cajal y sigo recto,
pasando por el establecimiento que tiene en la fachada de cristal una foto de
una chica rubia con un collarín y un fajo de billetes de quinientos en la mano.
El Historiador Diago
convierte a Ramón y Cajal en Fernando el Católico, en la esquina de la jefatura
superior de policía. Paso por delante de la parada del autobús amarillo,
siempre llena de mujeres, sólo mujeres. Me cruzo con la chica estilosa de
mirada altiva y, un poco más adelante, con la mujer que siempre iba con el
hombre de las orejas enormes; ¿qué le habrá pasado?
Cruzo Quart en verde,
aunque esto no es novedad. Echo de menos al maniquí gordo y calvo de la tienda
de moda de al lado de la guardería; le daba un toque original. Las gemelas
rubias pasan frente a mí conversando, siempre sonrientes, de camino al colegio.
Llego al paso de
peatones del cruce con el Paseo de la Pechina y está en verde. Por Fernando el
Católico viene un coche blanco, un astra, que gira hacia Pechina. Va muy
deprisa y va, mirando a otro lado. No me ve hasta que lo tengo encima. Yo
tampoco lo he visto hasta ese momento. Yo estoy en mitad del paso de peatones.
Él también.
Un paso atrás, una
finta, no sé qué es lo que he hecho, pero me pasa rozando. En ese instante, nos
miramos. Su cara, una mezcla entre susto, alivio y disculpa. La mía, algo como
susto, alivio y rabia.
Miro a mi izquierda,
sigo cruzando.
Pobre Whitney, pienso.