miércoles, 30 de enero de 2008

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Aquella noche, después de la cena, Lily y Paul se acostaron pronto. Ya en la cama, Paul intentaba dormir, pero Lily no tenía sueño.

-Paul, cariño.
-¿Sí?
-¿Tú sabes qué es la muerte?
-¿Dónde has oído esa palabra?
-¡Qué importa! El caso es que la he oído. Me han dicho que era algo que había antes y que era terrible. Hacía desaparecer a las personas.
-Sí, algo así he oído yo también. A mí me contaron que hace muchos años las personas vivían menos de cien años y luego desaparecían.
-¿Desaparecían? No lo entiendo.
-Se extinguían, dejaban de vivir. Sus cuerpos se descomponían y desaparecían.
-¡Dios mío, eso es terrible! ¿Te imaginas las vidas de aquellos pobres infelices, desapareciendo con menos de cien años?
-Te tengo dicho que no me gusta que emplees ese tipo de expresiones.
-Me gusta utilizar expresiones antiguas.
-Si ni siquiera sabes lo que significa.
-Pero a mí me suena bien.
-Haz lo que quieras, pero evita usarla en público, ¿quieres?
-De acuerdo. Pero volviendo al tema, ¿imaginas cómo podían vivir esas vidas tan efímeras, sabiendo que su fin estaba tan cercano; cómo podían ser felices en tan corto espacio de tiempo…?
-Serían felices a su manera. Ten en cuenta que ellos no conocían otra posibilidad. Imagino que trataban de vivir aprovechando al máximo cada momento. Algunos incluso, según me han contado, tenían la creencia en una vida posterior, para poder hacer ésta más llevadera.
-Sigo pensando que no tenían tiempo para nada. Tú y yo llevamos apenas quinientos años juntos y aún no te conozco del todo.
-Sus vidas quizá fueran más intensas. Debían serlo.
-Debía ser angustioso, saber que tu final está tan cerca. No, no me entra en la cabeza.
-Está bien cariño, duérmete ya. Mañana hay que ir a trabajar.
-No, todavía no. Aún queda algo pendiente. Si morían, ¿cómo mantenían el nivel de población?
-Creo que ellos mismos creaban otros individuos, utilizando el sexo. De esa forma mantenían un cierto equilibrio. Pero no me preguntes cómo, porque ya no sé más del tema. Bueno, sí. Se comenta que los individuos nuevos eran muy pequeños al principio, y torpes, muy torpes, hasta el punto de que no sabían hablar y ni tan siquiera se mantenían en pie. Creo que les llamaban…niños.
-Tuvo que ser una época dura…
-Diferente, sólo eso. Buenas noches Lily.
-Buenas noches, Paul.


Cuento extraído del libro “Crónicas de la Eternidad”

EL RELOJ UNIVERSAL


A Alberto le gustaba salir a pasear los domingos con su padre y visitar el rastro de su ciudad. El progenitor, aficionado a las antigüedades, gustaba de merodear los puestos que, en plena calle, ofrecían mercancías usadas, deterioradas por el paso del tiempo, y casi siempre acababa comprando algo, aunque la mayoría de las veces el final de estos objetos fuera el cubo de la basura, ya que cada vez que volvía a casa con un nuevo trasto, su mujer se irritaba por la inutilidad de la adquisición.
Apenas tendría ocho años, cuando una de esas mañanas en las que padre e hijo deambulaban por las callejuelas atestadas de vendedores que desparramaban sus mercancías sobre la acera, Alberto se quedó rezagado viendo un enorme gramófono de madera, mientras el padre continuaba la marcha sin percatarse. De pronto, una mano se posó sobre su hombro. El niño se giró y vio a un anciano con gesto amable, que le sonreía. El viejo sacó de un bolsillo un pequeño y feo reloj de cadena, con la esfera rayada y evidentes signos de deterioro por el paso del tiempo. Sus agujas marcaban una hora que no era la correcta en aquellos instantes, pero por lo menos pudo advertir que el segundero se movía.
-¿Te gusta? –preguntó el anciano.
-No, es muy feo y está muy viejo –contestó Alberto con cara de disgusto, dándole a entender al viejo que no pensaba darle nada por ese cacharro.
-Este reloj es para ti, Alberto, no tienes que darme nada por él.
-¿Cómo sabe mi nombre? –espetó sorprendido el niño.
-Yo sé muchas cosas, hijo. Ahora no tengo tiempo de explicarte por qué sé cómo te llamas y muchas más cosas de ti. Te quiero confiar este reloj, que aunque parezca feo y viejo, es el reloj que rige el Universo, por lo que si dejas que se pare, el Tiempo se detendrá. Nadie deberá saber nunca que lo tienes y sólo tendrás que preocuparte de darle cuerda una vez al año, cada siete de febrero, el día de tu cumpleaños. Si algún año dejases de hacerlo, automáticamente se pararía y las consecuencias serían imprevisibles.
El niño escuchó las instrucciones del anciano con gran atención y perplejidad. En su mente de ocho años, le empezó a resultar atractiva la idea. Iba a ser el guardián de un pequeño tesoro, de un gran secreto. Alargó su mano y lo cogió. Lo volvió a mirar y entonces ya no le pareció feo. Sintió que tenía algo muy valioso entre sus pequeños dedos.
El viejo, con el semblante de la misión cumplida, le dedicó una última sonrisa y se dio media vuelta, dispuesto a perderse de nuevo entre la multitud. Pero antes, Alberto le lanzó una última pregunta:
-¿Cómo puedo saber que todo esto es verdad, que no me está engañando?
-Debes tener fe –contestó el anciano mientras se alejaba- Debes tener fe.
Miró el reloj por última vez y después lo guardó en un bolsillo. Al momento, sentía la mano de su padre que lo asía con fuerza, recriminándole el hecho de haberse perdido de su vista.
No volvió a ver al anciano. Sintió que una gran misión se le había encomendado y que una enorme responsabilidad, impropia de su edad, había caído sobre su persona. Pero no la eludió y, cada año, por su cumpleaños, reservaba unos momentos de intimidad para darle cuerda al Reloj del Universo, como él le llamaba. Era su gran secreto y se convirtió en un ritual casi mágico. A veces, se pasaba horas pensando qué pasaría si el reloj se paraba, y se imaginaba el Universo entero detenido, congelado, y un escalofrío recorría su espalda.
La niñez dejó paso a la adolescencia y ésta a la juventud, y ésta a su vez a la madurez, y cada año que pasaba, las dudas cobraban más fuerza en la mente de Alberto.
Hasta que llegó el día de su treinta y cinco cumpleaños. Era jueves, laborable, por lo que llegó a casa tarde, después del trabajo. Estaba cansado, se sentía solo, y era su cumpleaños. Todavía no había conocido a nadie que quisiera compartir su vida con él, y esto empezaba a agobiarle. Su familia, lejos; sus amigos, demasiado ocupados. Era uno de esos días en los que la soledad te aprieta el cuello y apenas te deja respirar. Por ser la fecha que era, quizá, hizo un pequeño balance mental de su vida hasta ese momento. Su insignificante puesto en la fábrica no justificaba los años que había sacrificado dedicado a los estudios. Sus amistades, más falsas que Judas, no le satisfacían lo más mínimo. Además, como la mayoría había conseguido el éxito profesional y disfrutaban de una estupenda relación de pareja, cuando se reunían no hacían otra cosa que hundirlo más aún en la miseria más absoluta.
Con este panorama, Alberto cenó una pizza congelada y calentada en el microondas y se fue a acostar. Ya estaba sobre la cama cuando recordó su misión: Faltaba poco para la medianoche y debía darle cuerda al maldito reloj. Se quedó mirándolo, como antes no lo había hecho nunca. Realmente era un asco de aparato, ya que ni siquiera daba la hora real. Había sido un símbolo durante muchos años, romántico, pero ya era hora de madurar. Ya no se tragaba el rollo del reloj universal. Su razón le decía que todo eso no era más que una estupidez y que, gracias a que lo había guardado en secreto, nadie se había mofado de su ingenuidad.
Lo arrojó al fondo del cajón con desidia y se metió en la cama. Se estaba quedando dormido cuando volvió a su pensamiento: “lo que sí es curioso es que dándole cuerda sólo una vez al año, no se pare” Eso era algo en lo que nunca había caído, y sin embargo era tan obvio… y tan extraño al mismo tiempo. ¿Y si aquel viejo loco tuviera razón? ¿Qué ocurriría realmente si se parase el tiempo? ¿Se acabaría el mundo? ¿Tendría la oportunidad de rectificar? De repente todo esto supuso demasiada responsabilidad para su aniquilado estado de ánimo, así que abrió el cajón, cogió el reloj y le dio cuerda, mientras pensaba: “el año que viene ya me lo plantearé otra vez”

Por un año más, por lo menos, el Universo estaba a salvo.



Guillermo Olivares, noviembre de 2002

jueves, 10 de enero de 2008

Vuelven los creacionistas

Dada la complejidad del cerebro humano, en verdad no me extraño de todas las ideas que puede albergar. Un cerebro fruto de millones de años de mutaciones que se ha ido adaptando al medio bajo la premisa de la selección natural.
Si el bueno de Darwin levantara la cabeza, se lamentaría al comprobar que, en pleno siglo XXI, y como consecuencia del renacimiento del fundamentalismo religioso, existe todavía un importante movimiento creacionista que sigue cuestionando de forma medieval la Teoría de la Evolución de las Especies.
Yo mismo, cuendo era mucho más joven que ahora, me resistía a creer que la existencia de algunas adaptaciones al medio increíblemente perfectas pudieran ser fruto de mutaciones aleatorias o accidentales. Realmente es muy tentador pensar en lo que se ha denominado un "diseño inteligente" para explicar ciertas características de los seres vivos que dan la impresión de haber sido "creadas" con una clara intencionalidad.
El problema radica en comprender que estas mutaciones totalmente aleatorias se han producido en un intervalo de tiempo tan vasto como para que hayan tenido lugar un número finito, pero increíblemente alto de ellas. De hecho, cada una de las adaptaciones al medio de cualquier ser vivo de este planeta que se pueda contemplar actualmente, posee un grado diferente de "perfección", lo que confirma la aleatoriedad del proceso evolutivo.
Sin duda, hay que respetar las diferentes opiniones, pero cuando hablamos de ciencia, una hipótesis se convierte en teoría cuando logra demostrarse empíricamente. No todos los temas son opinables y la ciencia, afortunadamente, no es una cuestión de fe.